“¿Y es que a Colombia también llegaron los españoles?”
Esta ha sido sin duda una de las preguntas más reveladoras y desconcertantes que me han hecho en la vida. Hasta ese momento me resultaba más que evidente que toda America Latina (a excepción de Brasil y las Guyanas) compartía un cierto grado de identidad colectiva derivado de ese pasado que representa la colonización española. Pensaba que al menos teníamos todos presente un referente en nuestra historia común como naciones, como pueblos. Pero aparentemente no era así y el día que cumplí veinticinco años, Jacinta, una anciana indígena aymara, me sacó de mi engaño mientras la ayudaba a llenar cubetas de agua para el baño de su casa en la Isla del Sol.
Quedó muy sorprendida ella también al enterarse que efectivamente compartíamos ese episodio de historia y que los colonizadores no llegaron a imponerse únicamente en su pedazo de mundo. Esto la hizo perder algo de su timidez y desconfianza inicial y me miró como si en el fondo no fuésemos tan diferentes. Fue esa tarde, contemplando el contraste de las imponentes montañas nevadas con el agua oscura del Lago Titicaca mientras conversaba con Jacinta, que comprobé como nunca antes que no hay tal cosa como realidades que puedan darse por sentadas. Reafirmé que es necesario salir a ver el mundo para deconstruir las verdades que existen sobre papel, dentro las aulas, y que mi conocimiento allí no valía de nada. Fue también en ese momento, al sentirme como una hoja en blanco, que verdaderamente se me abrió la puerta de entrada a esa alucinante y compleja realidad que es Bolivia.



Gracias a la huelga hasta me topé por casualidad con el mismísimo Evo Morales en las ruinas sagradas de Tiahuanaco permitiéndome ver frente a frente al primer presidente indígena del país. Su controversial figura le ha valido amigos y enemigos por igual, tanto en su país como alrededor del mundo, por romper (entre otras cosas) con el hegemónico protocolo occidental. Para mí, independientemente de su inclinación política o de su construcción mediática, fue ver en carne y hueso un hito histórico personificado. En un continente que ha sabido siempre desdeñar a sus poblaciones indígenas y que ha utilizado paternalismos condescendientes al otorgarles participación ciudadana o política, Evo Morales representa sin lugar a dudas un cambio simbólico sin precedente.

Terminada la huelga, pasé de los Andes a las Yungas dejando vagar mente y cuerpo llenándome de verde entre los aromáticos cafetales de Coroico, un verdadero oasis de tranquilidad. Luego, al dirigirme hacia el sur a la región de Potosí y Oruro, entre una empanada salteña y otra vi cambiar cada paisaje con deleite. Las carretera son malas, si, y los transportes locales suelen ser bastante precarios pero extrañamente son los artífices de una conexión enorme con el país y la cultura. Tras muchas horas de carretera, de tren; tras muchas lenguas y personajes fantásticos llegué a un lugar que me cambiaría la vida: El Salar de Uyuni.
Hay momentos en que no sabemos si nos sobran o más bien nos faltan las palabras. Para mí, Uyuni y la consecuente travesía por el Parque Nacional Eduardo Abaroa fue exactamente uno de esos momentos. Aquí cielo y tierra se confunden y solo existen reflejos de realidad. Los referentes de tiempo y espacio dejan de tener sentido a medida que se andentra en ese gran espejo infinito en el que ya no hay horizonte, solo hay un enorme todo. Podría asegurar que los colores que allí ví, producto del agua que cubre el salar tras la temporada de lluvia, a nadie le han dicho que existen antes de presenciarlos. Es simplemente perfecto.
Lentamente, ese mágico lugar de silencio empieza a convertirse en un desierto de colores ocre y arena, de lagos esmeralda y solitarios volcanes. La sobrecogedora belleza de este lugar a más de cuatro mil metros de altura junto con su cielo al alcance de las manos y sus enormes rocas surrealistas, le han valido el nombre de Desierto de Dalí. Podrá sonar sentimentalista pero cualquiera que haya estado en un lugar que le haya cambiado la vida, un lugar al que haya llegado uno y salido otro, entenderá exactamente lo que allí me sucedió.
Una vez de vuelta a los parques y floridos patios interiores de la bella capital colonial de Sucre y durante las diecisiete horas de autobús que de allí me llevaron a Santa Cuz de la Sierra, tuve mucho tiempo para pensar en la pregunta de Jacinta. Esta cobró aún más sentido al caminar por la cálida y europeizada ciudad. Contemplar a personas de rasgos amazónicos moverse hombro a hombro con descendientes chinos y miembros de las colonias menonitas que hasta la fecha siguen comunicandose en el bajo alemán del siglo XVI, llevaron la idea que tenía sobre la diversidad cultural en Bolivia a un nuevo nivel.
Acercándome al Gran Pantanal, después de haber pasado por cumbres nevadas, pueblos de piedra, refugios de sal, desiertos, minas, volcanes, ríos y haber compartido en cada paso con personas tan diversas y de identidades tan diferentes, no me sorprendía ya que ella no supiera de españoles ni conquistas. Su universo cercano era más que suficiente para una vida y tenía de sobra para tejer sus propias redes de la historia.
Yo, por mi parte, le agradezco que me haya reglado sin saberlo unos nuevos lentes para ver su mundo y replantearme el mío pues son definitivamente estos encuentros el gran motor tras el deseo desmedido de querer ver siempre más. A Bolivia volvería una y mil veces pues sé que me quedan aún muchas Jacintas por descubrir.