*Artículo por María José Marroquín, publicado en Revista Diners Marzo 2020

“¿Dónde estoy?”, pensé.
Las enormes avenidas que me recibían en Tashkent, la capital uzbeka, con sus vallas luminosas a lado y lado en alfabeto cirílico me tenían un poco confundida en ese trayecto de madrugada del aeropuerto hacia el hotel.
Tal vez por el jet lag o por haberme soñado tantas veces con pisar uno de los ejes centrales de la Ruta de la Seda, mi imaginario de Uzbekistán se había quedado atascado en algún punto de la historia entre bazares, alfombras, camellos y velos de misterio. Algo así estaba esperando encontrarme una vez allí.
Después de un breve momento, mientras el taxista se empecinaba por alguna extraña razón en hablarme en alemán, la obviedad me vino directo a la cabeza. Se me estaba olvidando que Uzbekistán, así como las otras cuatro repúblicas del Asia Central, hicieron parte de la Unión Soviética desde la década de 1920 hasta 1991, año de la disolución de la misma. Así empezaron entonces a cobrar sentido esa arquitectura solemne, imponente y casi que solitaria que convive junto a esos clásicos bloques de edificios de vivienda soviéticos que perfectamente podrían estar en Berlín oriental, Varsovia o Vilnius.
Ese sería el principio de un recorrido fascinante por este país entre múltiples identidades y paisajes y la primera de muchas conversaciones con sus habitantes.
En nuestro hemisferio, esta parte del mundo es una perfecta desconocida. Esto se debe tal vez a que nuestra historia no está ligada directamente a esas caravanas legendarias y rodeadas de misticismo que conectaron Asia y Europa durante cientos de años. Aquí, el nombre de Amir Tamur, mejor conocido como Tamerlán y padre de esta patria, no nos dice mucho a pesar de haber sido un conquistador de la talla de Alejandro Magno. No sabemos mucho de las huellas que dejaron persas, mongoles, uzbekos y rusos. Y eso está bien. Está bien precisamente porque venir aquí es realmente conocer “otro mundo” y descubrir realidades completamente ajenas en cada esquina lo cual es finalmente de las cosas más maravillosas de viajar.
Primera parada, Tashkent
A primera vista, Tashkent podría dar la impresión de no prometer mucho, pero a medida que se van caminando sus calles, sus parques y sus plazas, dan ganas de ofrecerle una disculpa y una segunda oportunidad. Yo, personalmente, me demoré en llegar a ese lugar apacible de grandes alamedas y de calles peatonales llenas de restaurantes que colindan con el parque Amir Tamur, eje central de la ciudad, que constituye su parte más bonita y donde recomiendo buscar alojamiento. Como me suele suceder en la vida y en los viajes, corrí primero hacia el caos, hacia el movimiento, hacia el lugar donde nada se detiene y todo pasa: el bazar de Chorsu.

Situado en el casco antiguo, entre sus barrios laberínticos y casas de adobe, el gran domo verde esmeralda insignia del mercado más famoso de la ciudad aparece para decirle al visitante que si hay algo que no encuentre allí, es probable que no exista. Es un paraíso de las especias, los frutos secos, la miel y todo cuanto producto venga de la tierra. Vale la pena recorrerlo con detenimiento dejándose tentar por las muestras que ofrecen los vendedores, charlar con ellos y sorprenderse por la cantidad de cosas que uno no ha visto jamás en su vida.
Una vez chuleado el mercado y con las bolsas llenas de recuerdos comestibles, decidí que valía la pena enterarme un poco más acerca de dónde estaba realmente. Así que la siguiente parada lógica era el Museo Estatal de Historia de Uzbekistán para entender la riqueza histórica y cultural de este país. El recorrido que va desde los vestigios zoroástricos y budistas hasta las invasiones rusas, con sus piezas milenarias y un interesante material fotográfico efectivamente es bastante esclarecedor.
Al salir y mientras me dirigía hacia el corazón religioso del país, la plaza Khast-Imam, no pude evitar notar que el noventa y cinco por ciento de los carros en las calles eran todos de color blanco. Atravesé la ciudad y uno tras otro, indistintamente del modelo o tamaño lo comprobaban: blanco, blanco, blanco. “Qué particular”, me dije, y me dispuse a entrar a conocer uno de los coranes más antiguos del mundo, el del Califa Osmán que fue escrito a mediados del siglo VII y que tras haber sido custodiado en diferentes momentos en ciudades como Medina, Damasco, Bagdad y San Petersburgo, volvió a Uzbekistán como prueba de buena fe del Soviet hacia la fe islámica de sus repúblicas anexadas.
La visita no hubiera quedado completa sin una caminata por el parque Navoi, el más grande de la ciudad y el que combina el deseo de grandeza soviético con la excentricidad uzbeka. Sus lagos, puentes, chorros de agua y monumentos de todos aseguran una caminata entretenida.
Samarcanda, joya milenaria
Aunque existe la posibilidad de llegar a la legendaria Samarcanda tanto en bus como en carro privado o en avión, el tren es probablemente la mejor opción. Cómodo, rápido y muy puntual al mejor estilo suizo, ir en tren es también la oportunidad de ver un poco más del paisaje del país.
Mientras la vida rural uzbeka pasaba rápidamente frente a mis ojos y me encontraba con los inexorables cultivos de algodón durante gran parte del trayecto, no pude evitar pensar en el desastre ecológico que representó para Uzbekistán el cultivo extensivo de esta fibra. Empeñados en dedicar todos los recursos al cultivo de algodón, los soviéticos desviaron el curso de los principales ríos del país para usarlos como regadíos secando en consecuencia el mar de Aral, el que fuese alguna vez el cuarto lago más grande del mundo y del que hoy solo queda el 10% de su superficie con agua.
Estaba justo recordando esta historia y otras igualmente agridulces sobre la región narradas magistralmente por el periodista Ryszard Kapuscinski en su obra El Imperio cuando desde los altavoces del tren anunciaron la llegada a Samarcanda. Al bajarme en la estación de tren y buscar un transporte que me llevara al centro de la ciudad, ¡oh, sorpresa! Otra vez los carros blancos, blancos, blancos.
Esta ciudad cuyos orígenes remontan al siglo quinto antes de Cristo fue un punto clave del intercambio comercial entre China, India y Persia. Conquistada por Alejandro Magno quien ya en aquella época alabó su belleza, Samarcanda fue gobernada a través de los siglos por árabes, persas, y mongoles. Amir Tamur quien estableció aquí la capital de su imperio en 1370 pensando y prometiendo que la volvería a erguir diez veces más bella que la versión de esta ciudad que Gengis Khan destruyó hasta los cimientos, cumplió su promesa.

La primera parada obligatoria es sin duda alguna el imponente y espectacular Registán. Este emblemático complejo de madrasas es simplemente majestuoso y sólo por presenciar un atardecer desde sus escaleras vale la pena el viaje. Las cúpulas azules y la combinación del ladrillo esmaltado con mosaicos en mil tonalidades de azules y dorado, van cambiando de color mientras las bandadas de pájaros atraviesan de un lado a otro este magnético ejemplar de la arquitectura islámica. No sorprende ver día tras día a varias pareja de recién casados vestidos con sus galas de boda tomándose fotos aquí y allá acompañados de toda su familia. Este es EL lugar y vale la pena dedicarle horas y horas a entrar y salir a cada uno de sus edificios y jardines interiores. Pero la belleza de Samarcanda tan solo empieza a develarse.


Un verdadero imperdible de esta ciudad es la necrópolis de Sha-i -Zinda, la avenida de mausoleos reales y donde se supone reposan los restos de un primo del mismísimo Mahoma quien llegó al país a predicar el Islam en el siglo séptimo. Es difícil permanecer impasible frente a esta obra de arte, hogar de algunos de los azulejos más bellos del mundo.

Lo mismo aplica para el mausoleo de Gur-e- Amir, donde reposan los restos de Amir Tamur y algunos de sus hijos y sus nietos. Aunque, comparado con otros monumentos de la ciudad, el exterior es más bien discreto, es preciso ver su interior de belleza sobrecogedora con sus mosaicos dorados que aluden directamente a un paraíso no terrenal.
Bukhara y Jiva
La ruta sigue hacia el sur y luego hacia el oeste, casi rozando el desértico vecino Turkmenistán, para visitar Bujara y Jiva respectivamente. En estos dos oasis de antiguo esplendor se hacen más reales que en nunca las reminiscencias de la Ruta de la Seda.
Bujara huele a tierra. Emerge de la llanura uzbeka con sus cúpulas, minaretes y madrazas para contar la historia de una ciudad que fue alguna vez el centro cultural islámico más importante de toda Asia Central. Como capital del reino Samánida, gobernado por emires persas, a sus puertas llegaban estudiantes de toda la región buscando aprovechar y gozar de la rica vida intelectual que aquí se daba cita.
El idilio duró poco, una vez más por cuenta del implacable Gengis Khan, quien no dejó en pie sino el espectacular minarete Karon que con sus cuarenta y siete metros de altura y su belleza impresionaron de tal manera al jefe mongol que terminó por absolverlo de la destrucción.
Hoy caminar por las calles de Bujara es sentirse en un cuento de la Mil y una Noches. Aquí sí están las alfombras que podrían emprender el vuelo en cualquier momento, esas que eché de menos a mi llegada a Tashkent.

Trato de olvidar por un momento que el bazar cubierto de cúpulas blancas por el que camino y que parece no tener fin está restaurado y pensado para turistas como yo. Lo logro. Me encanta. Solo pensar en todo lo que aquí confluía en algún momento de la historia, borra el escepticismo por los souvenires que tratan de vender en cada puesto. Cierro los ojos y me convenzo de estar oyendo las lenguas y dialectos que por aquí pasaron en esa epopeya que implicaba unir China con el Mediterráneo. Es hermoso.

Hay que dejarse deambular por el casco antiguo hasta llegar a la plaza Lyabi-Hauz y sentarse a tomar un té verde, la bebida por excelencia en el país mientra se contempla su piscina interior que data de 1620. También hay que visitar la fortaleza de Ark, una ciudadela dentro de la ciudad misma donde se encontraban el palacio del gobernante así como las dependencias militares y de los dignatarios más importantes durante siglos.
Jiva por su parte, ha sido llamada por algunos una “ciudad museo” por el nivel de conservación único de su casco histórico al que además los soviéticos le dieron especial atención en su restauración. Esta ciudad parece detenida en el tiempo y aunque tiene un pasado amargo por cumplir alguna vez la función de mercado de esclavos en su mayoría provenientes del cercano desierto de Karakum, visitarla no deja de encantar.
Mucho más pequeña y con menos movimiento que Samarcanda o Bujara, aquí el día pasa lentamente y se siente con fuerza el espíritu de ciudad del desierto. El gran ícono local es el minarete Kalta-Minor, cubierto de azulejos y cerámica esmaltada que se suponía iba a ser el más alto del mundo y que quedó inconcluso a la muerte del kan Mohamed Ami, quien ordenara su construcción en 1851. No hay que dejar de visitar la mezquita de Juma con su bosque de doscientos dieciocho pilares de madera ni la fortaleza de Kunya para entender la vida tradicional de la ciudad.

Y si en el día Jiva es impactante, al caer la noche su belleza se duplica, permitiendo apreciar los juegos de sombras entre sus calles, sus murallas y sus cúpulas.
Llegada la hora de partir, no me sorprendió que el vehículo encargado de acercarme de nuevo a la ciudad fuera blanco. No aguanté más, no podía irme sin al menos manifestar mi curiosidad y le pregunté a un simpático estudiante universitario con quien compartía el carro si había alguna razón, ley o motivo histórico para que tantos, tantísimos carros fueran blancos a lo largo y ancho del país. Me miró algo sorprendido por mi pregunta y con la inocencia y hermosa simplicidad que tantas veces más pude apreciar en cada rincón de ese país me respondió levantando ligeramente los hombros: “simplemente, es un muy bello color”.
Artículo original:


